miércoles, 26 de agosto de 2015



El cuervo- Edgar Allan Poe



Una vez, en una taciturna media noche,
mientras meditaba débil y fatigado,
sobre un curioso y extraño volumen
de sabiduría antigua,
mientras cabeceaba, soñoliento,
de repente algo sonó,
como el rumor de alguien llamando
suavemente a la puerta de mi habitación.
>> Es alguien que viene a visitarme - murmuré
y  llama a la puerta de mi habitación.
Sólo eso, nada más. <<

Ah, recuerdo claramente
que era  en el negro Diciembre.
Y que cada chispazo de los truenos hacía
danzar en el suelo su espectro.
Ardientemente deseaba la aurora;
vagamente me proponía extraer
de mis libros una distracción para mi tristeza,
 para mi tristeza para mi Leonor perdida,
la rara y radiante joven
a quien los ángeles llamaban Leonor,
para quien, aquí, nunca más habrá nombre.

Y el incierto y triste crujir de la seda
de cada cortinaje de púrpura
me estremecía, me llenaba
de fantásticos temores nunca sentidos,
por lo que, a fin de calmar los latidos
de mi corazón, me embelesaba repitiendo:
>> Será un visitante que quiere entrar
y  llama a la puerta de mi habitación.
Algún visitante retrasado que quiere entrar
y  llama a la puerta de mi habitación.
          Eso debe ser, y nada más <<.

De repente, mi alma, se revistió de fuerza;
y  sin dudar más
dije:
>> Señor, o señora,
 les pido en verdad perdón;
pero lo cierto es que me adormecí y
habéis llamado tan suavemente
 y  tan débilmente habéis llamado
a la puerta de mi habitación
que no estaba seguro de haberos oído <<.
Abrí la puerta.
          Oscuridad y nada más.

Mirando a través de la sombra,
estuve mucho rato maravillado,
extrañado dudando, soñando más sueños que
ningún mortal se habría atrevido a soñar,
pero el silencio se rompió
y la quietud no hizo ninguna señal,
y  la única palabra allí hablada fue
la palabra dicha en un susurro >>¡Leonor!<<.
Esto dije susurrando, y el eco respondió
en un murmullo la palabra >>¡Leonor!<<.
          Simplemente esto y nada más.

Al entrar de nuevo en mi habitación,
toda mi alma abrasándose,
muy pronto de nuevo, oí una llamada
más fuerte que antes.
>> Seguramente -dije-, seguramente es
alguien en la persiana de mi ventana.
Déjame ver, entonces, lo que es,
y resolver este misterio;
que mi corazón se calme un momento
y averigüe este misterio.
          ¡ Es el viento y nada más.<<

Empujé la ventana hacia afuera,
cuando, con una gran agitación
y movimientos de alas
irrumpió un majestuoso cuervo
de los santos días de antaño.
No hizo ninguna reverencia;
no se paró ni dudó un momento;
pero, con una actitud de Lord o de Lady,
trepó sobre la puerta de mi habitación,
encima de  un busto de Blas,
encima de la puerta de mi habitación.
          Se posó y nada más.
  
Entonces aquel pájaro de ébano,
induciendo a sonreír mi triste ilusión
a causa de la grave y severa
solemnidad de su aspecto.
>> Aunque tu cresta sea lisa y rasa
-le dije-, tú no eres un cobarde <<.
Un torvo espectral y antiguo cuervo,
que errando llegas de la orilla de la noche.
Dime: >> ¿Cual es tu nombre señorial
en las orillas plutónicas de la noche?
El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

Me maravillé al escuchar aquel desgarbado
volátil expresarse tan claramente,
aunque su respuesta tuviera
poco sentido y poca oportunidad;
porque hay que reconocer
que ningún humano o viviente
nunca  se hubiera preciado de ver
un pájaro encima de la puerta de su habitación.
          Con un nombre como >> Nunca más <<.

Pero el cuervo, sentado en solitario
en el plácido busto, sólo dijo
con aquellas palabras, como si con ellas
desparramara su alma.
No dijo entonces nada más,
no movió entonces ni una sola pluma.
Hasta que yo murmuré: >> Otros amigos
han volado ya antes  <<.

En la madrugada me abandonará,
como antes mis esperanzas han volado.
Entonces el pájaro dijo: >> Nunca más <<.

Estremecido por la calma,
rota por una réplica tan bien dada,
dije: >> Sin duda <<.
Esto que ha dicho
es todo su fondo y su bagaje,
tomado de cualquier infeliz maestro
al que el impío desastre
siguió rápido y siguió más rápido
hasta que sus acciones fueron
un refrán único.

Hasta que los cánticos fúnebres
de su esperanza, llevaran la melancólica carga de
>> Nunca - nunca más <<.
Pero el cuervo, induciendo todavía
mi ilusión a sonreír,
me impulsó a empujar de súbito
una silla de cojines delante del pájaro,
del busto y la puerta;
entonces, sumergido en el terciopelo,
empecé yo mismo a encadenar
ilusión tras ilusión, pensando
en lo que aquel siniestro pájaro de antaño
quería decir al gemir >> Nunca más <<.

Me senté, ocupado en averiguarlo,
pero sin pronunciar una sílaba
frente al ave cuyos fieros ojos, ahora,
quemaban lo más profundo de mi pecho;
esto y más conjeturaba,
sentado con la cabeza reclinada cómodamente.
Tendido en los cojines de terciopelo
que reflejaban la luz de la lámpara.
Pero en cuyo terciopelo violeta,
reflejando la luz de la lámpara,
ella no se sentará ¡ ah, nunca más!

Entonces, creo, el aire se volvió
más denso, perfumado por un invisible incienso
brindado por serafines cuyas pisadas
sonaban en el alfombrado.
>> Miserable -grité-. Tu dios te ha permitido,
a través de estos ángeles te ha dado un descanso.
Descanso y olvido de las memorias de Leonor.
Bebe, oh bebe este buen filtro,
y olvida esa Leonor perdida.
El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

>> Profeta -dije- ser maligno,
pájaro o demonio, siempre profeta,
si el tentador te ha enviado,
o la tempestad te ha empujado hacia estas costas,
desolado, aunque intrépido,
hacia esta desierta tierra encantada,
hacia esta casa tan frecuentada
por el honor. Dime la verdad, te lo imploro.

¿ Hay, hay bálsamo en Galad? ¡Dime,
dime, te lo ruego ! <<.
          El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

>> Profeta -dije-, ser maligno,
pájaro o demonio, siempre profeta,
por ese cielo que se cierne sobre nosotros,
por ese dios que ambos adoramos,
dile a esta pobre alma cargada
de angustia, si en el lejano Edén
podré abrazar a una joven santificada
a quien los ángeles llaman Leonor,
abrazar a una  preciosa y radiante
doncella a quien los ángeles llaman Leonor <<.
          El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

>> Que esta palabra sea la señal de nuestra separación,
 pájaro o demonio - grité
incorporándome.
¡ Vuelve a la tempestad
y la ribera plutoniana de la noche!
No dejes ni una pluma negra como prenda
de la mentira que ha dicho tu alma.
¡ Deja intacta mi soledad!
¡ Aparta tu busto de mi puerta!
¡ Aparta tu pico de mi corazón,
aleja tu forma de mi puerta! <<.
          El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

Y el cuervo sin revolotear, todavía posado,
todavía posado,
en el pálido busto de Palas
encima de la puerta de mi habitación,
sus ojos teniendo todo el parecido
del demonio en que está soñando,
y  la luz de la lámpara que le cae encima,
proyecta en el suelo su sombra.
Y mi alma, de la sombra que yace flotando
en el suelo no se levantará...
          ¡ Nunca más !

jueves, 28 de agosto de 2014

* Los Ganadores de Mañana


- LOS GANADORES DE MAÑANA
Holloway Hore, (1974).

Martin "Knocker" Thompson era difícilmente un caballero. Había sido empresario de dudosos combates de boxeo y de partidas (amistosas) de póker, que ya no dejaban la menor duda. Carecía de imaginación, pero no de viveza y de cierta habilidad. Su galera, sus polainas y la herradura de oro de su corbata podían haber sido más charras, pero estaba tratando de despistar.
No siempre iba a favorecerlo la suerte, pero el hombre se defendía. La explicación no era difícil: "Por cada zonzo que se muere, nacen diez más."
Sin embargo, la tarde que se encontró con el viejo, estaba pobre. Knocker había dedicado la siesta a una conferencia sobre finanzas en un hotel. Las opiniones abundantemente emitidas por sus dos socios no lo molestaban en absoluto, pero sí el hecho de que le retiraran su crédito.

Dobló por Whitcomb y se dirigió a Charing Cross. El enojo acentuaba la fealdad normal de su cara, y el resultado general inquietó a las pocas personas que lo miraron.
A las ocho, la calle Whitcomb no está muy concurrida, y no había nadie cerca de los dos cuando el viejo le habló. Estaba acurrucado en un portón cerca de Pall Mall, y Knocker no podía verlo bien.
-¡Hola, Knockeri -gritó. Knocker se dio vuelta.
En la oscuridad descifró la vaga figura, sin otro rasgo memorable que una barba blanca desmesurada.
-¡Hola! -respondió desconfiadamente. (Su memoria le estaba asegurando que él no conocía esa barba.)
-Hace frío... -dijo el viejo.
-¿Qué quiere? -dijo Thompson con sequedad-. ¿Quién es usted?
-Soy un viejo, Knocker.
-Si eso es todo lo que quiere decir...
-Es casi todo. ¿Quiere comprarme un diario? Le aseguro que no es como los demás.
-No entiendo. ¿Que no es como los demás?
-Es el Eco de mañana a la noche -dijo el viejo calmosamente.
-Usted debe estar mareado, amigo; eso es lo que le pasa. Mire, los tiempos no son buenos, pero aquí tiene un peso, ¡y que le traiga suerte!... Sinvergüenza o no, Thompson tenía la generosidad natural de los que viven precariamente.
-¡Suerte! -El viejo se rió con una dulzura que crispó los nervios de Knocker.
-Mire -dijo otra vez, consciente de algo inverosímil y raro en la vaga figura del portón-. ¿Qué juego es este?
-El juego más antiguo del mundo, Knocker.
-Dele un descansito a mi nombre, hágame el favor. ¿Lo avergüenza su nombre?
-No -dijo Knocker con firmeza-. Dígame de una vez lo que quiere. Estoy harto de perder tiempo.
-Váyase entonces, Knocker.
-Pero, ¿qué quiere usted? -insistió Knocker, extrañamente inquieto.
-Nada. ¿No quiere llevarse este diario? En el mundo no hay otro igual. Ni habrá, por veinticuatro horas.
-Claro. Si recién mañana aparece -dijo Knocker con sorna.
-Tiene los ganadores de mañana -dijo el otro con sencillez.
-Está mintiendo.
-Fíjese usted mismo. Ahí los tiene.
Un diario salió de la oscuridad y los dedos de Knocker lo aceptaron, casi con miedo. Una carcajada retumbó en el portón, y Knocker se quedó solo.
Sintió incómodamente el latir de su corazón, pero siguió hasta una vidriera con luz que le permitió ver el diario.
"jueves 29 de julio de 1926", leyó.
Pensó un rato. Hoy era miércoles, tenía la seguridad. Sacó del bolsillo una agenda y la consultó. Era miércoles 28 de julio, último día de carreras en Kempton. No cabía duda
Miró otra vez la fecha: julio 29, 1926. Buscó instintivamente la última página, la página de las carreras.


Se encontró con los cinco ganadores en el hipódromo de Gatwick. Se pasó la mano por la frente: estaba húmeda de sudor.
-Hay una trampa en esto -dijo en voz alta y volvió a examinar la fecha del diario. Estaba repetida en cada página, clara y patente. Examinó después las cifras del año, pero también el seis era perfectamente normal.
Miró con apuro la primera página. Había un encabezamiento de ocho columnas sobre la huelga. Eso no podía corresponder al año pasado. Volvió en seguida a las carreras. El ganador de la primera era lnkerman, y Knocker había resuelto jugarle a Clip. Notó que los transeúntes lo miraban con curiosidad. Se metió el diario en el bolsillo y siguió. Nunca había necesitado tanto un poco de alcohol. Entró en un bar cerca de la estación, que felizmente estaba vacío. Después de tomar una copa sacó el diario. Sí, Inkerman había ganado la primera y había pagado seis a uno. (Knocker hizo ciertos cálculos apurados pero satisfactorios.) Salmón había ganado la segunda; era lo que él siempre había dicho. Bala Perdida -¿quién demonios iba a pensarlo?- había ganado la tercera, el clásico. ¡Y por siete cuerpos! Knocker se humedeció los labios resecos. No había ninguna mistificación. Conocía muy bien los caballos que correrían en Gatwick, y ahí estaban los ganadores.

Hoy ya era tarde. Lo mejor sería ir mañana a Gatwick y allí mismo apostar.
Tomó otra copa... y otra. Gradualmente, en la cordial atmósfera del bar, su inquietud lo dejó. Ahora el asunto le parecía uno de tantos. A su mente trastornada por el alcohol acudió el recuerdo de un film, que le había gustado muchísimo. Había un brujo hindú en ese film, con una barba blanca, una desmesurada barba blanca, igual a la del viejo. El brujo había hecho las cosas más increíbles... en la pantalla. Knocker estaba seguro de que no se trataba de una mistificación. El viejo no le había pedido dinero, ni siquiera había tomado el peso que Knocker le ofreció.
Knocker pidió otro whisky y convidó al barman.
-¿Tiene algún dato para mañana? -éste le preguntó. (Lo conocía de vista y de fama.)
Knocker vaciló.
-Sí -dijo luego-. Salmón en la segunda carrera.
Knocker se tambaleaba un poco al salir. El médico le había prohibido el alcohol, pero en una noche como esa...
Al día siguiente tomó el tren para Gatwick. Siempre le había traído suerte ese hipódromo, pero hoy no se trataba de suerte. Hizo las primeras apuestas con cierta moderación, pero la victoria de Inkerman lo convenció. ¡El caballo y la boleteada! Ya no le quedaban dudas. Salmón, el favorito, ganó la segunda carrera.
En la carrera principal casi nadie le jugó a Bala Perdida. No estaba en forma y no había por qué. Knocker repartió las apuestas. Veinte aquí, veinte allá. Diez minutos antes de la carrera mandó un telegrama a una oficina del West End. Había resuelto ganar una fortuna. Y la ganó.
Esa carrera no tuvo emoción para Knocker.
El ya sabía el resultado. Sus bolsillos estaban repletos de dinero, y eso no era nada comparado con lo que iba a cosechar en el West End. Pidió una botella de champaña y la bebió a la salud del viejo de la barba blanca. Media hora tuvo que esperar el tren.
Estaba lleno de carteristas, a quienes tampoco les interesaba la carrera final. A Knocker los días de suerte lo solían poner muy conversador, pero esa tarde estaba callado. No se podía desentender del viejo del portón. No tanto del aspecto y de la barba, sino de la carcajada final.
El diario estaba todavía en su bolsillo: tuvo un impulso y lo sacó. Fuera de las carreras, no le interesaban otras noticias. Lo hojeó; era un diario como los demás. Resolvió comprar otro en la estación para ver si el viejo no había mentido.

 

De pronto su mirada se detuvo; un suelto le llamó la atención. "Muerte en un tren" se titulaba. El corazón de Knocker estaba agitadísimo; pero siguió leyendo. "El conocido deportista señor Martin Thompson falleció esta tarde en el tren al volver de Gatwick."
No leyó más: el diario se le cayó de las manos. -Fíjese en Knocker -alguien dijo-. Debe estar enfermo, -Knocker respiraba pesadamente, con dificultad.
-Paren... paren el tren -balbuceó, y buscó la campana de alarma.
-Quieto, amigo -dijo uno de los pasajeros agarrándolo del brazo-. Siéntese, no hay por qué tirar la manija...
Se sentó, más bien se dejó caer en el asiento. La cabeza se inclinó sobre el pecho.
Le metieron whisky entre los labios, pero era inútil.
-Está muerto -dijo la espantada voz del hombre que sostenía.
Nadie prestó atención al diario en el suelo. El barullo lo había empujado bajo el asiento, no es posible decir dónde fue a parar. Tal vez lo barrieron los guardas en la estación.
Tal vez.
Nadie sabe.




HOLLOWAY HORE @ 
The old man and other stories (1927)

domingo, 3 de agosto de 2014

* El Gato Negro- Edgar Allan Poe

El gato negro
[Cuento. Texto completo] Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.



Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. 

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.



Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta.
Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

viernes, 18 de abril de 2014

* Cartas de Amor Traicionado- Isabel Allende

Hola Gente Linda ! Les dejo una historia que me encanto leer! Nos pasó una Profe para un trabajo y les comparto :)
PD: cuando la leí me costo menos perderme con los resaltadores, por eso dejo así...
                                                



La madre de Analía Torres murió de una fiebre delirante cuando ella nació y su padre no soportó la tristeza y dos semanas más tarde se dio un tiro de pistola en el pecho. Agonizó varios días con el nombre de su mujer en los labios. Su hermano Eugenio administró las tierras de la familia y dispuso del destino de la pequeña huérfana según su criterio. Hasta los seis años Analía creció aferrada a las faldas de un ama india en los cuartos de servicio de la casa de su tutor y después, apenas tuvo edad para ir a la escuela, la mandaron a la capital, interna en el Colegio de las Hermanas del Sagrado Corazón, donde pasó los doce años siguientes. Era buena alumna y amaba la disciplina, la austeridad del edificio de piedra, la capilla con su corte de santos y su aroma de cera y de lirios, los corredores desnudos, los patios sombríos. Lo que menos la atraía era el bullicio de las pupilas y el acre olor de las salas de clases. Cada vez que lograba burlar la vigilancia de las monjas, se escondía en el desván, entre estatuas decapitadas y muebles rotos, para contarse cuentos a sí misma. En esos momentos robados se sumergía en el silencio con la sensación de abandonarse a un pecado.
Cada seis meses recibía una breve nota de su tío Eugenio recomendándole que se portara bien y honrara la memoria de sus padres, quienes habían sido dos buenos cristianos en vida y estarían orgullosos de que su 
Única hija dedicara su existencia a los más altos preceptos de la virtud, es decir, entrara de novicia al convento. Pero Analía le hizo saber desde la primera insinuación que no estaba dispuesta a ello y mantuvo su postura con firmeza simplemente para contradecirlo, porque en el fondo le gustaba la vida religiosa. Escondida tras el hábito, en la soledad última de la renuncia a cualquier placer, tal vez podría encontrar paz perdurable, pensaba; sin embargo su instinto le advertía contra los consejos de su tutor. Sospechaba que sus acciones estaban motivadas por la codicia de las tierras, más que por la lealtad familiar. Nada proveniente de él le parecía digno de confianza, en algún resquicio se encontraba la trampa.




Cuando Analía cumplió dieciséis años, su tío fue a visitarla al colegio por primera vez. La Madre Superiora llamó a la muchacha a su oficina y tuvo que presentarlos, porque ambos habían cambiado mucho desde la época del ama india en los patios traseros y no se reconocieron.
–Veo que las Hermanitas han cuidado bien de ti, Analía –comentó el tío revolviendo su taza de chocolate–. Te ves sana y hasta bonita. En mi última carta te notifiqué que a partir de la fecha de este cumpleaños recibirás una suma mensual para tus gastos, tal como lo estipuló en su testamento mi hermano, que en paz descanse.
–¿Cuánto? –Cien pesos. –¿Es todo lo que dejaron mis padres? –No, claro que no. Ya sabes que la hacienda te pertenece, pero la agricultura no es tarea para una mujer, sobre todo en estos tiempos de huelgas y revoluciones. Por el momento te haré llegar una mensualidad que aumentaré cada año, hasta tu mayoría de edad. Luego veremos.
–¿Veremos qué, tío? –Veremos lo que más te conviene. –¿Cuáles son mis alternativas? –Siempre necesitarás a un hombre que administre el campo, niña. Yo lo he hecho todos estos años y no ha sido tarea fácil, pero es mi obligación, se lo prometí a mi hermano en su última hora y estoy dispuesto a seguir haciéndolo por ti.
–No deberá hacerlo por mucho tiempo más, tío. Cuando me case me haré cargo de mis tierras.
–¿Cuando se case, dijo la chiquilla? Dígame, Madre, ¿es que tiene algún pretendiente? – ¡Cómo se le ocurre, señor Torres! Cuidamos mucho a las niñas. Es sólo una manera de hablar. ¡Qué cosas dice esta muchacha! Analía Torres se puso de pie, se estiró los pliegues del uniforme, hizo una breve reverencia más bien burlona y salió. La Madre Superiora le sirvió más chocolate al caballero, comentando que la única explicación para ese comportamiento descortés era el escaso contacto que la joven había tenido con sus familiares.

–Ella es la única alumna que nunca sale de vacaciones y a quien jamás le han mandado un regalo de Navidad –dijo la monja en tono seco.
–Yo no soy hombre de mimos, pero le aseguro que estimo mucho a mi sobrina y he cuidado sus intereses como un padre. Pero tiene usted razón, Analía necesita más cariño, las mujeres son sentimentales.





Antes de treinta días el tío se presentó de nuevo en el colegio, pero en esta oportunidad no pidió ver a su sobrina, se limitó a notificarle a la Madre Superiora que su propio hijo deseaba mantener correspondencia con Analía y a rogarle que le hiciera llegar las cartas a ver si la camaradería con su primo reforzaba los lazos de la familia.
Las cartas comenzaron a llegar regularmente. Sencillo papel blanco y tinta negra, una escritura de trazos
grandes y precisos. Algunas hablaban de la vida en el campo, de las estaciones y los animales, otras de poetas ya muertos y de los pensamientos que escribieron. A veces el sobre incluía un libro o un dibujo hecho con los mismos trazos firmes de la caligrafía. Analía se propuso no leerlas, fiel a la idea de que cualquier cosa relacionada con su tío escondía algún peligro, pero en el aburrimiento del colegio las cartas representaban su única posibilidad de volar. Se escondía en el desván, no ya a inventar cuentos improbables, sino a releer con avidez las notas enviadas por su primo hasta conocer de memoria la inclinación de las letras y la textura del papel. Al principio no las contestaba, pero al poco tiempo no pudo dejar de hacerlo. El contenido de las cartas se fue haciendo cada vez más útil para burlar la censura de la Madre Superiora, que abría toda la correspondencia. Creció la intimidad entre los dos y pronto lograron ponerse de acuerdo en un código secreto con el cual empezaron a hablar de amor.
Analía Torres no recordaba haber visto jamás a ese primo que se firmaba Luis, porque cuando ella vivía en casa de su tío el muchacho estaba interno en un colegio en la capital. Estaba segura de que debía ser un hombre feo, tal vez enfermo contrahecho, porque le parecía imposible que a una sensibilidad tan profunda y una inteligencia tan precisa se sumara un aspecto atrayente. Trataba de dibujar en su mente una imagen del primo: rechoncho como su padre con la cara picada de viruelas, cojo y medio calvo; pero mientras más defectos le agregaba más se inclinaba a amarlo. El brillo del espíritu era lo único importante, lo único que resistiría el paso del tiempo sin deteriorarse e iría creciendo con los años, la belleza de esos héroes utópicos de los cuentos no tenía valor alguno y hasta podía convertirse en motivo de frivolidad, concluía la muchacha, aunque no podía evitar una sombra de inquietud en su razonamiento. Se preguntaba cuánta deformidad sería capaz de tolerar.




La correspondencia entre Analía y Luis Torres duró dos años, al cabo de los cuales la muchacha tenía una caja de sombrero llena de sobres y el alma definitivamente entregada. Si cruzó por su mente la idea de que aquella relación podría ser un plan de su tío para que los bienes que ella había heredado de su padre pasaran a manos de Luis, la descartó de inmediato, avergonzada de su propia mezquindad. El día en que cumplió dieciocho años la Madre Superiora la llamó al refectorio porque había una visita esperándola. Analía Torres adivinó quién era y estuvo a punto de correr a esconderse en el desván de los santos olvidados, aterrada ante la eventualidad de enfrentar por fin al hombre que había imaginado por tanto tiempo. Cuando entró en la sala y estuvo frente a él necesitó varios minutos para vencer la desilusión.
Luis Torres no era el enano retorcido que ella había construido en sueños y había aprendido a amar. Era un hombre bien plantado, con un rostro simpático de rasgos regulares, la boca todavía infantil, una barba oscura y bien cuidada, ojos claros de pestañas largas, pero vacíos de expresión. Se parecía un poco a los santos de la capilla, demasiado bonito y un poco bobalicón. Analía se repuso del impacto y decidió que si había aceptado en su corazón a un jorobado, con mayor razón podía querer a este joven elegante que la besaba en una mejilla dejándole un rastro de lavanda en la nariz.
Desde el primer día de casada Analía detestó a Luis Torres. Cuando la aplastó entre las sábanas bordadas de una cama demasiado blanda, supo que se había enamorado de un fantasma y que nunca podría trasladar esa pasión imaginaria a la realidad de su matrimonio. Combatió sus sentimientos con determinación, primero descartándolos como un vicio y luego, cuando fue imposible seguir ignorándolos, tratando de llegar al fondo de su propia alma para arrancárselos de raíz. Luis era gentil y hasta divertido a veces, no la molestaba con exigencias desproporcionadas ni trató de modificar su tendencia a la soledad y al silencio. Ella misma admitía que con un poco de buena voluntad de su parte podía encontrar en esa relación cierta felicidad, al menos tanta como hubiera obtenido tras un hábito de monja. No tenía motivos precisos para esa extraña repulsión por el hombre que había amado por dos años sin conocer. Tampoco lograba poner en palabras sus emociones, pero si hubiera podido hacerlo no habría tenido a nadie con quien comentarlo. Se sentía burlada al no poder conciliar la imagen del pretendiente epistolar con la de ese marido de carne y hueso.




 Luis nunca mencionaba las cartas y cuando ella tocaba el tema, él le cerraba la boca con un beso rápido y alguna observación ligera sobre ese romanticismo tan poco adecuado a la vida matrimonial, en la cual la confianza, el respeto, los intereses comunes y el futuro de la familia importaban mucho más que una correspondencia de adolescentes. No había entre los dos verdadera intimidad. Durante el día cada uno se desempeñaba en sus quehaceres y por las noches se encontraban entre las almohadas de plumas, donde Analía –acostumbrada a su camastro del colegio– creía sofocarse. A veces se abrazaban de prisa, ella inmóvil y tensa, él con la actitud de quien cumple una exigencia del cuerpo porque no puede evitarlo. Luis se dormía de inmediato, ella se quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad y una protesta atravesada en la garganta. Analía intentó diversos medios para vencer el rechazo que él le inspiraba, desde el recurso de fijar en la memoria cada detalle de su marido con el propósito de amarlo por pura determinación, hasta el de vaciar la mente de todo pensamiento y trasladarse a una dimensión donde él no pudiera alcanzarla. Rezaba para que fuera sólo una repugnancia transitoria, pero pasaron los meses y en vez del alivio esperado creció la animosidad hasta convertirse en odio. Una noche se sorprendió soñando con un hombre horrible que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra.
Los esposos Torres vivían en la propiedad adquirida por el padre de Analía cuando ésa era todavía una región medio salvaje, tierra de soldados y bandidos. Ahora se encontraba junto a la carretera y a poca distancia de un pueblo próspero, donde cada año se celebraban ferias agrícolas y ganaderas. Legalmente Luis era el administrador del fundo, pero en realidad era el tío Eugenio quien cumplía esa función, porque a Luis le aburrían los asuntos del campo. Después del almuerzo, cuando padre e hijo se instalaban en la biblioteca a beber coñac y jugar dominó, Analía oía a su tío decidir sobre las inversiones, los animales, las siembras y las cosechas. En las raras ocasiones en que ella se atrevía a intervenir para dar una opinión, los dos hombres la escuchaban con aparente atención, asegurándole que tendrían en cuenta sus sugerencias, pero luego actuaban a su amaño. A veces Analía salía a galopar por los potreros hasta los límites de la montaña deseando haber sido hombre.





El nacimiento de un hijo no mejoró en nada los sentímientos de Analía por su marido. Durante los meses de la gestación se acentuó su carácter retraído, pero Luis no se impacientó, atribuyéndolo a su estado. De todos modos, él tenía otros asuntos en los cuales pensar. Después de dar a luz, ella se instaló en otra habitación, amueblada solamente con una cama angosta y dura. Cuando el hijo cumplió un año y todavía la madre cerraba con llave la puerta de su aposento y evitaba toda ocasión de estar a solas con él, Luis decidió que ya era tiempo de exigir un trato más considerado y le advirtió a su mujer que más le valía cambiar de actitud, antes que rompiera la puerta a tiros. Ella nunca lo había visto tan violento. Obedeció sin comentarios. En los siete años siguientes la tensión entre ambos aumentó de tal manera que terminaron por convertirse en enemigos solapados, pero eran personas de buenos modales y delante de los demás se trataban con una exagerada cortesía. Sólo el niño sospechaba el tamaño de la hostilidad entre sus padres y despertaba a medianoche llorando, con la cama mojada. Analía se cubrió con una coraza de silencio y poco a poco pareció irse secando por dentro. Luis, en cambio, se volvió más expansivo y frívolo, se abandonó a sus múltiples apetitos, bebía demasiado y solía perderse por varios días en inconfesables travesuras. Después, cuando dejó de disimular sus actos de disipación, Analía encontró buenos pretextos para alejarse aún más de él. Luis perdió todo interés en las faenas del campo y su mujer lo reemplazó, contenta de esa nueva posición. Los domingos el tío Eugenio se quedaba en el comedor discutiendo las decisiones con ella, mientras Luis se hundía en una larga siesta, de la cual resucitaba al anochecer, empapado de sudor y con el estómago revuelto, pero siempre dispuesto a irse otra vez de jarana con sus amigos.
Analía le enseñó a su hijo los rudimentos de la escritura y la aritmética y trató de iniciarlo en el gusto por los libros. Cuando el niño cumplió siete años Luis decidió que ya era tiempo de darle una educación más formal, lejos de los mimos de la madre, y quiso mandarlo a un colegio en la capital, a ver si se hacía hombre de prisa, pero Analía se le puso por delante con tal ferocidad, que tuvo que aceptar una solución menos drástica.




 Se lo llevó a la escuela del pueblo, donde permanecía interno de lunes a viernes, pero los sábados por la mañana iba el coche a buscarlo para que volviera a casa hasta el domingo. La primera semana Analía observó a su hijo llena de ansiedad, buscando motivos para retenerlo a su lado, pero no pudo encontrarlos. La criatura parecía contenta, hablaba de su maestro y de sus compañeros con genuino entusiasmo, como si hubiera nacido entre ellos. Dejó de orinarse en la cama. Tres meses después llegó con su boleta de notas y una breve carta del profesor felicitándolo por su buen rendimiento. Analía la leyó temblando y sonrió por primera vez en mucho tiempo. Abrazó a su hijo conmovida, interrogándolo sobre cada detalle, cómo eran los dormítorios, qué le daban de comer, si hacía frío por las noches, cuántos amigos tenía, cómo era su maestro. Pareció mucho más tranquila y no volvió a hablar de sacarlo de la escuela. En los meses siguientes el muchacho trajo siempre buenas calificaciones, que Analía coleccionaba como tesoros y retribuía con frascos de mermelada y canastos de frutas para toda la clase. Trataba de no pensar en que esa solución apenas alcanzaba para la educación primaria, que dentro de pocos años sería inevitable mandar al niño a un colegio en la ciudad y ella sólo podría verlo durante las vacaciones.




En una noche de pelotera en el pueblo Luis Torres, que había bebido demasiado, se dispuso a hacer piruetas en un caballo ajeno para demostrar su habilidad de jinete ante un grupo de compinches de taberna. El animal lo lanzó al suelo y de una patada le reventó los testículos. Nueve días después Torres muríó aullando de dolor en una clínica de la capital, donde lo llevaron en la esperanza de salvarlo de la infección. A su lado estaba su mujer, llorando de culpa por el amor que nunca pudo darle y de alivio porque ya no tendría que seguir rezando para que se muriera. Antes de volver al campo con el cuerpo en un féretro para enterrarlo en su propia tierra, Analía se compró un vestido blanco y lo metió al fondo de su maleta. Al pueblo llegó de luto, con la cara cubierta por un velo de viuda para que nadie le viera la expresión de los ojos, y del mismo modo se presentó en el funeral, de la mano de su hijo, también con traje negro. Al término de la ceremonia el tío Eugenio, que se mantenía muy saludable a pesar de sus setenta años bien gastados, le propuso a su nuera que le cediera las tierras y se fuera a vivir de sus rentas a la ciudad, donde el niño terminaría su educación y ella podría olvidar las penas del pasado.
–Porque no se me escapa, Analía, que mi pobre Luis y tú nunca fueron felices –dijo.
–Tiene razón, tío. Luis me engañó desde el principio. –Pos Dios, hija, él siempre fue muy discreto y respetuoso contigo. Luis fue un buen marido. Todos los hombres tienen pequeñas aventuras, pero eso no tiene la menor importancia.
–No me refiero a eso, sino a un engaño irremediable. –No quiero saber de qué se trata. En todo caso, pienso que en la capital el niño y tú estarán mucho mejor. Nada les faltará. Yo me haré cargo de la propiedad, estoy viejo pero no acabado y todavía puedo voltear un toro.
–Me quedaré aquí. Mi hijo se quedará también, porque tiene que ayudarme en el campo. En los últimos años he trabajado más en los potreros que en la casa. La única diferencia será que ahora tomaré mis decisiones sin consultar con nadie. Por fin esta tierra es sólo mía. Adiós, tío Eugenio.
En las primeras semanas Analía organizó su nueva vida. Empezó por quemar las sábanas que había compartido con su marido y trasladar su cama angosta a la habitación principal; enseguida estudió a fondo los libros de administración de la propiedad, y apenas tuvo una idea precisa de sus bienes buscó un capataz que ejecutara sus órdenes sin hacer preguntas. Cuando sintió que tenía todas las riendas bajo control buscó su vestido blanco en la maleta, lo planchó con esmero, se lo puso y así ataviada se fue en su coche a la escuela del pueblo, llevando bajo el brazo una vieja caja de sombreros.
Analía Torres esperó en el patio que la campana de las cinco anunciara el fin de la última clase de la tarde y el tropel de los niños saliera al recreo. Entre ellos venía su hijo en alegre carrera, quien al verla se detuvo en seco, porque era la prímera vez que su madre aparecía en el colegio.
–Muéstrame tu aula, quiero conocer a tu maestro –dijo ella.
En la puerta Analía le indicó al muchacho que se fuera, porque ése era un asunto privado, y entró sola. Era una sala grande y de techos altos, con mapas y dibujos de biología en las paredes. Había el mismo olor a encierro y a sudor de niños que había marcado su propia infancia, pero en esta oportunidad no le molestó, por el contrario, lo aspiró con gusto. Los pupitres se veían desordenados por el día de uso, había algunos papeles en el suelo y tinteros abiertos. Alcanzó a ver una columna de números en la pizarra. Al fondo, en un escritorio sobre una plataforma, se encontraba el maestro. El hombre levantó la cara sorprendido y no se puso de pie, porque sus muletas estaban en un rincón, demasiado lejos para alcanzarlas sin arrastrar la silla. Analía cruzó el pasillo entre dos hileras de pupitres y se detuvo frente a él.
–Soy la madre de Torres –dijo porque no se le ocurrió algo mejor.
–Buenas tardes, señora. Aprovecho para agradecerle los dulces y las frutas que nos ha enviado.
–Dejemos eso, no vine para cortesías. Vine a pedirle cuentas –dijo Analía colocando la caja de sombreros sobre la mesa. –¿Qué es esto? Ella abrió la caja y sacó las cartas de amor que había guardado todo ese tiempo. Por un largo instante él paseó la vista sobre aquel cerro de sobres.
–Usted me debe once años de mi vida –dijo Analía. –¿Cómo supo que yo las escribí? –balbuceó él cuando logró sacar la voz que se le había atascado en alguna parte.
–El mismo día de mi matrimonio descubrí que mi marido no podía haberlas escrito y cuando mi hijo trajo a la casa sus primeras notas, reconocí la caligrafía. Y ahora que lo estoy mirando no me cabe ni la menor duda, porque yo a usted lo he visto en sueños desde que tengo dieciséis años. ¿Por qué lo hizo? –Luis Torres era mi amigo y cuando me pidió que le escribiera una carta para su prima no me pareció que hubiera nada de malo. Así fue con la segunda y la tercera; después, cuando usted me contestó ‘ya no pude retroceder. Esos dos años fueron los mejores dé mi vida, los únicos en que he esperado al– go. Esperaba el correo.
–Ajá. –¿Puede perdonarme? –De usted depende –dijo Analía pasándole las muletas. El maestro se colocó la chaqueta y se levantó. Los dos salieron al bullicio del patio, donde todavía no se había puesto el sol